El último vuelo de Barón Rojo llena de vida la noche de un domingo frío, 4 de diciembre, en la Sala Capitol de Santiago de Compostela. Los hermanos De Castro, recién llegados de una exitosa gira por Sudamérica, repasaron, con el barón de la portada del Metalmorfosis como telón de fondo, en un show de más de dos horas, 40 años de carrera sembrando en el recuerdo de los allí presentes todos esos clásicos que despegaron con la publicación del icónico álbum Volumen Brutal, en 1982, y que convirtieron a esta banda en todo un referente del heavy y del rock español de los años 80.

Manfred Albrecht von Richthofen no suena muy español, era conocido como el “Barón Rojo” y fue un piloto de cazas alemán, de incomparable talento y valentía, que jugaba siempre entre lo temerario y lo suicida. Se convertiría en un “as de ases”, un mito de la primera guerra mundial, al derribar a más de 80 aeroplanos “enemigos”. Vivió al filo de la muerte toda su vida, incluso siguió volando tras recibir un disparo en la cabeza, hasta que en 1918 fuese derribado, en pleno vuelo con su Fokker rojo, en el sur de Francia. Su muerte conmocionaría incluso a sus enemigos: los británicos lo enterraron con todos los honores militares, incluidas salvas al aire y presentación de armas.

Y hasta aquí la lección de historia, de ahí coge su nombre este grupo cuyo primer álbum, “Larga Vida al Rock and Roll”, dedicado a la memoria de John Lennon, en 1981; y los dos siguientes, “Volumen Brutal” (1982), grabado en solo 2 meses en los estudios de Ian Gillan (Deep Purple) alcanzando portadas de revistas prestigiosas como “Kerrang!”; y “Metalmorfosis” (1983), considerado por muchos el mejor disco de la banda, los llevarían a la cima de lo musical siendo, junto a Obús o Ángeles del Infierno, parte del éxito y de la historia de un movimiento heavy y hard rockero, con carácter propio y endémico, que triunfaría en plena movida madrileña.

Más de 20 grabaciones de estudio después, más de 100 canciones después, combativas y reivindicativas, trágicas y alegres, y más 40 años después, Barón Rojo pone en Santiago el punto y final a una despedida en la que han estado arropadísimos por todos sus fans en múltiples rincones del planeta.

No existen las máquinas del tiempo. No podemos volver atrás 40 años y escuchar en todo su esplendor, en directo, el Metalmorfosis o el Volumen Brutal. Eso es evidente. Sin embargo, es importante dejar claro que el concierto de Barón Rojo en la Sala Capitol fue un gran homenaje a tantos años de profesión y un último vuelo muy digno en el que volaron alto y cuyo aterrizaje fue, como mínimo, impecable. Demostraron que todavía pueden hacer vibrar a sus fans y eso, simplemente eso, es lo único que se necesita. El resto es pura nostalgia de quien no acepta el paso del tiempo.

Había un ambientazo en la sala cuando llegamos, no estaba lleno pero a veces con menos gente se cubre un espacio por completo de la forma más oportuna. La media de edad, lógicamente, era proporcional a los históricos Barón Rojo, aunque me alegró ver que había gente joven que sintió la curiosidad de ver de cerca un pedazo de historia, de leyenda musical peninsular.

El inicio del concierto se demoró un poco y no fue hasta las 21:30 cuando las estrellas de la noche pisaron las tablas. No obstante, nadie en la sala parecía tener prisa y las pandillas charlaban, distendida y animadamente, entre trago y trago de lúpulo presentado en recipientes variados. Así se despide una semana.

La primera vez que escuché a estos tíos fue en una cinta de cassette, de gasolinera total, cuyo título rezaba “Grandes del Heavy Español”. En esa cinta, cuya desaparición sigue siendo todo un misterio más de 30 años después, había, al menos, un tema de Barón, el “Casi me mato” y estaba junto a otros grandes como “Galones de Plástico”, de Panzer, o “Dinero, Dinero”, de Obús. Tenía 3 años, no me pidáis que recuerde mucho más de la lista. Y de ahí, y de una chapa con el puño del Volumen Brutal que me regaló mi hermano, entusiasmado porque al niño le gustaba el rock, nacería la semilla de las cuerdas de acero en mi cerebro. Y esto venía a cuento de dejar constancia del cariño que le tengo a esta banda por haber sido parte de mi infancia musical.

Retomamos. Lo primero que me sorprendió es que, Armando De Castro, sigue siendo un prodigio de la guitarra haciendo, de sus solos, las delicias de los más fanáticos de la primera fila siendo la voz principal y el encargado de poner un poco de historia al introducir cada uno de los temas del repertorio. A su lado, su hermano y fiel escudero, Carlos De Castro, aportando la voz de múltiples temas y creando la rítmica necesaria en cada instante, aguantó perfectamente el tipo en todo momento.

En la batería, atrincherado tras un biombo acristalado, Rafa Díaz cuya actuación fue soberbia para aportar la gasolina que la noche necesitaba para no venirse abajo. Y, si alguien se lo pasó bomba en la sala, ese fue José Luis Morán al bajo; un tío que no para quieto en el escenario sonriendo en todas las notas y manteniendo un contacto visual, fulminante e interminable, contra un público que siempre correspondió con unos cuernos o una birra en alto.

Con este cóctel, y unas ganas palpables de ganarse el corazón de la Capitol, el último vuelo del Barón se convirtió, contra todo pronóstico, en una gran fiesta bienvenida. Aunque eché de menos un “Son Como Hormigas”, allí sonaron todas las grandes canciones de la discografía: “Incomunicación”, “Hijos de Caín”, “Cuerdas de Acero”, “Los Rockeros van al infierno”, “Resistiré”, “Hermanos del Rock&Roll”, “Las Flores del Mal”, “Con las botas sucias” y un largo etcétera que levantaron aplausos, buen rollo y ovaciones, de una sala en la que, quien no entró como fan del grupo, salió encantado, del mismo modo, con ganas de fiesta y con el mismo gran recuerdo en el bolsillo.

Y así, con la excusa de despedir a un grande de la música, nos reunimos, al menos en mi caso, una buena tropa y, aunque descubrimos que un domingo ya no estamos en los ochenta cuando pasa el camión de la basura, y no es noche de bares abiertos hasta el amanecer, disfrutamos como aquellos adolescentes que gritaban, en libre albedrío y profundo desenfreno, a temerarias horas del día o de la noche, mi rollo es el Rock.

Hasta siempre, Barón.

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